Hoy me llegó de Argel la convocatoria para evocar en un encuentro de psiquiatras – y de diversos actores del campo de la psiquiatría– lo que fue de otro encuentro, el de Frantz Fanon con la psicoterapia institucional.
No me atrevo a afirmar que en todo encuentro humano lo que está en
juego –o los dados– está siempre trucado. Sin embargo quiero
decir, sin ningún tipo de travesura malintencionada de mi parte, que
no hay una palabra que circule entre los hombres que no sea en sí
misma un verdadero compendio –un montaje de muy numerosos
acontecimientos que han dado forma a los encuentros anteriores, y que
han solapado el tiempo y el espacio transitado por los hombres. La
corta duración de nuestras vidas no encierra en un bloque el
movimiento del saber y del olvido –de lo registrado y de lo no
percibido–, que sobresalen superpuestos en todos los giros del
discurso que los hombres mantienen en sus encuentros concretos. Es
así como la vida y la historia de la vida de Frantz Fanon –con su
presencia real en Saint-Alban, donde jugué un papel de catalizador
entre los numerosos actores implicados en las acciones realizadas en
las prácticas psiquiátricas locales– salieron a la luz sólo a
tientas a lo largo de los tres años de su estancia entre nosotros.
En lugar de responder de inmediato, de manera abiertamente significativa, a la demanda de Argel, sobre lo que Fanon aportó y recogió en SaintAlban, me limitaré a contar tres o cuatro anécdotas cuyo fecundo impacto queda siempre en suspenso y, por eso mismo, es suceptible de ser retomado muchas veces.
En primer lugar, recordaré lo que constituyó mi primer encuentro con él. Continuaré con otras anécdotas con diversos cuidadores –incluso amigos o familiares– en comidas con tono más o menos alegre. Desde luego, para terminar, recordaré brevemente algunas anécdotas verdaderamente profesionales.
Para empezar, diré que en la primavera de 1952, cuando Fanon vino a encontrarme en mi casa en Saint-Alban, nadie hablaba aún de psicoterapia institucional. Fue casi al mismo tiempo que Daumezon y Koechlin llamaron así a un cierto número de actividades, discontinuas pero coherentes, que habíamos implementado en Saint-Alban a partir de 1940.
He aquí el testimonio de mi primer encuentro con Frantz Fanon en Saint-Alban.
No hace falta ocultar mi sorpresa – incluso la aparición de mi curiosidad– al notar la diferencia radical que había entre el color de su piel y el de la mayoría de las personas con las que solía mantener relaciones concretas. Minimicé los primeros efectos de mi sorpresa, solicitándole abiertamente contarnos qué esperaba él de nosotros. Creo haberle dicho que estábamos dispuestos a acoger su demanda, sinceramente oscura para mí.
Relativamente bien educado, le di la mano, le invité a sentarse, y le pregunté:
¿Qué podemos hacer aquí por usted?
En Lyon –respondió– se escuchaba que en Saint-Alban habían implementado una práctica psiquiátrica enfocada especialmente en la complejidad de las diferencias –mantenidas y reforzadas a veces trágicamente– que unían a las personas a las cuales se trataba de cuidar.
Creo haber dicho que, en efecto, esos objetivos correspondían con bastante precisión a lo que guiaba nuestras acciones profesionales en Saint-Alban. No obstante, si bien estaba de acuerdo con él en el hecho de que las diferencias eran siempre numerosas y complejas en lo que cada quien aportaba en sus encuentros con los otros, había también, en el fondo, similitudes, analogías y numerosos procesos idénticos en curso en todos los hombres.
Ninguna diferencia puede aparecer entre los hombres –incluso entre las cosas– sin que se tome en cuenta al mismo tiempo su similitud o incluso su identidad.
Ni él ni yo nos engañábamos con el carácter abstracto de esos primeros intercambios. La referencia discreta al contraste del color de nuestras pieles se convertía en el centro de nuestras entrevistas. La cosa en cuestión fue así inmediatamente entendida por Fanon, ya que en seguida me ofreció su libro: Piel negra, máscaras blancas. Luego me contó su sufrimiento, que había estallado recientemente en la calle, en Lyon, cuando caminaba con su novia –blanca. Fue detenido violentamente, trasladado a la comisaría y maltratado durante horas por policías que lo acusaban de participar en tráfico de drogas o en la trata de blancas.
En esta primera entrevista, en lugar de enfocarme en su conflicto con los policías de Lyon, ubiqué mi interés en la utilización de máscaras en las relaciones humanas que mencionaba en su libro. Le dije: “Sea cual sea el color de la cara o la piel de unos o de otros, todos vamos enmascarados para encontrar a los demás. La máscara es una puesta en escena de la personalidad, pero lo que realmente entra en juego en los encuentros, es la persona que la máscara recubre con artefactos, siempre hechos de convenciones sociales”.
Creo haber dicho que más allá de las máscaras era necesario atribuir al otro una complejidad difusa con la cual cada persona hace su pan de cada día.
Consideraba las propuestas con las cuales Fanon me gratificaba en este encuentro como los dones de sus credenciales. Era frente a mí el embajador de la singularidad de su historia.
M
uchos
años después, encontré nuevamente a Fanon –ya comprometido en
la guerra de liberación de Argelia– en París. Le recordé
nuestro primer encuentro y le dije que en la llamada, que el texto
verbal del Corán testimonia, se dice en la sura de apertura que
cada día (es mi interpretación) sigue al día que precede y deja
entrever el día del juicio (Din): no el juicio final, sino la
obligación legal de la creencia y de la fe en los acontecimientos
por venir.
Hoy, redactando esta nota para ser leída en Argel, estoy feliz de traer a mi vez mis credenciales, es decir, mi deber, mi testimonio de simpatía, que me liga con lo que ha representado Frantz Fanon en sus trayectorias históricas en todas partes. Esto, obviamente, en Blida y en otros lugares, y más allá de todas las evoluciones políticas y sociales de los grupos confrontados trágicamente con demasiada facilidad en el curso de la historia de las naciones.
Los lazos de simpatía que se forman en los encuentros humanos no garantizan en nada los recorridos sociales en los cuales cada uno se encuentra comprometido. Lo que nunca nos libra de comprometernos con lo que adviene, aquí y ahora, en los encuentros con los otros y con su entorno.
Menciono rápidamente el recuerdo de algunas comidas, cuya riqueza y polivalencias de significados aparecen sólo renovándose a posteriori.
En primer lugar, pienso en una comida en el internado de Saint-Alban. Estaban el director médico y su esposa, mi esposa y yo, así como los internos –entre los que estaba Fanon–; con motivo de la llegada del farmacéutico del hospital de Blida, el Dr. J. Sourdoire. Este acompañaba a una paciente de la colonia europea de Blida para ser tratada en Saint-Alban.
Podría contar aquí unos chismes que emergieron –no sin celos explícitos– entre algunos participantes de esta alegre cena con baile. Señalo sobre todo el hecho de que, mucho antes de poder soñar con ir un día a Blida como médico jefe, Fanon estableció su primer contacto con los avatares de la locura humana desencadenada en Argelia, precisamente en esta comida en Saint-Alban. La historia está llena de repeticiones inesperadas y sorprendentes...
Al pasar, me gustaría repetir lo que le dije a Fanon, más tarde, a propósito de esta comida: “En todos los encuentros, más o menos alegres, están en cuestión problemáticas de carácter conflictivo marcadas por los celos”.
Sin duda, bromeando un poco, le dije a Fanon que los policías que lo habían detenido de manera violenta en Lyon estaban probablemente celosos de él; como en esta cena y baile algunos llegaban a estar celosos de la flexibilidad extraordinaria que mostraba cuando bailaba con sus esposas. La competencia que toma la máscara del saber profesional ocultaba a veces este aspecto conflictivo complejo de la sexualidad humana, representada en esta ocasión por el baile.
¡No es excepcional dotar a las mujeres, de antemano, de gestos y maniobras satánicas!
Sin dudas, de entrada hubiese podido dar cuenta de una serie de encuentros de carácter estrictamente profesional. Por ejemplo, la de los equipos de atención, en las cuales Fanon tuvo su rol eficaz en Saint-Alban. Es evidente que, a menudo, se dejaba llevar por su propio entusiasmo y su agudo verbo, fácil y relevante.
Nunca sobrepasaba, en esa ocasión, los límites estructurantes de la profesión. Sin embargo, se podía observar que surgían varias puntas más o menos similares, tanto en las actividades alegres de las comidas del internado como en los grupos implementados en vista de objetivos profesionales. Así mismo podemos constatar, en ambos casos, numerosos malentendidos cuyos ecos, a menudo dramatizados, obedecían por lo bajo al mismo fenómeno de elecciones de tono psicosexual que tratamos de ocultar entonces.
Paso ahora a otra evocación, que concierne también a las comidas que compartí con Fanon en mi casa y, por así decirlo, de una manera menos exuberante y desbordada, como sucedió en el caso anteriormente mencionado. De hecho, cuando trato de recordar esas otras comidas que tuvieron lugar en mi casa, los episodios – ocurridos en realidad en momentos relativamente espaciados– vienen a mi memoria en hilera y a veces entrelazados.
El primer recuerdo que me viene en mente es la acogida que hizo mi esposa a quien se convertiría en la esposa de Fanon y a su padre, su madre y su hermano menor. No hace falta decir que Fanon participaba en esta comida de bienvenida de los miembros más importantes de la familia de la mujer con la iba a casarse –la joven que lo acompañaba en su desventura con la policía en la calle en Lyon.
Impulsado por el deslizamiento de mis recuerdos, me encuentro ahora mezclando este encuentro con otro en mi casa, mientras que Fanon ya estaba en Blida, casado. Su esposa y su bebé compartían la comida que nos reunía todavía en Saint-Alban.
Además, no puedo asegurar si fue con motivo del Congreso de médicos alienistas de lengua francesa en Burdeos donde había encontrado de nuevo a Fanon, o si fue cuando, en París, ofreció testimonio de los horrores de la tortura por parte de las fuerzas armadas coloniales, cuando algunas redes de intelectuales franceses y de “valijeros”2, actuaban ya contra estas nefastas actividades. Los recuerdos de estas comidas íntimas se superponen en mi memoria.
Una vez más, hay que destacar que estas reuniones, de carácter íntimo o familiar, se superponen con un gran número de actividades profesionales que Fanon inflexionó en una perspectiva terapéutica, principalmente en el Club de los pacientes de Saint-Alban.
Esto era muy evidente en ocasión de las representaciones teatrales interpretadas por los pacientes y personal terapéutico. También pienso en una de sus intervenciones en la tribuna del Club, cuando uno de los pacientes atendidos, el Sr. D. –nacido como él en Martinica– dió una conferencia sobre el legendario encuentro que hubiese tenido lugar entre el Buen Dios blanco y el Buen Dios negro. Dicho sea de paso, el texto de la exposición de este paciente fue publicado en la Revista Internacional de Sociología de París. Ahora bien, Fanon señaló en esta conferencia que la intervención del Sr. D. testimoniaba las relaciones indiscutibles que existían entre la creación poética y la verdad, así como Goethe lo había dicho. Añadió que los dioses – blanco o negro– cada uno devenidos en un padre absoluto, conducían a los autores de la leyenda (es decir, el mismo Sr. D.) a minimizar el rol de su madre, con la cual había a menudo viejas cuentas pendientes a ajustar con mucha menos gloria.
Fue por esta ocasión por la que Fanon y el Sr. D. empezaron una psicoterapia individual que, no obstante, mantenía vínculos discretos con las actividades colectivas en el Club de los pacientes.
El Sr. D. regresó pronto a Martinica, aparentemente curado.
Respecto de nuestras apuestas profesionales cotidianas, me viene a la mente otra ocasión de cruce de la línea histórica evolutiva de Fanon y de la mía, esta vez ubicada en el espacio concreto de nuestras prácticas clínicas en Saint-Alban.
Debo decir que Frantz Fanon había elegido de buena fe obedecer casi ciegamente al buen discurso destilado por la clínica psiquiátrica, es decir, por psiquiatras que buscan constataciones objetivas de las enfermedades mentales.
Fanon había seguido –sin estar personalmente involucrado– la vida de una paciente que había mejorado mucho. Parecía casi curada después de muchas sesiones de terapia insulínica, donde yo y un cierto número de enfermeras aprovechábamos el despertar de los comas insulínicos para poner en juego los lazos de la palabra vacilante, en la cual ella vivía retrospectivamente su propio nacimiento y entraba en el mundo de los adultos. En la espera de su salida, esta paciente –muy mejorada, socializada, culta, atenta a los avatares de la cultura– había sido cambiada de sector para permanecer en un servicio abierto (la Terraza), cuyas paredes se caracterizaban, entre otras cosas, por el número y la transparencia de los ventanales.
Ahora bien, un día –estábamos todavía en mi casa, discutiendo de diferentes asuntos con Fanon y el Dr. Koechlin, que estaba de visita– nos hablaron por teléfono pidiendo al interno Fanon para una emergencia en “La Terraza”. Cuando regresó con nosotros, estaba muy enojado y muy decepcionado, ya que esa paciente, lo que fue muy inesperado para todos, había roto casi todos los ventanales del sector. Eso ya era muy grave en sí mismo... Sin embargo, de lo que también se quejaba Fanon, era que una de las cuidadoras de ese sector –una monja, Sor Carmen– no quería transferir a la paciente a su sector de origen, en contra de la opinión de Fanon. Él decía, como cualquier buen médico, que la paciente había recaído miserablemente y que tenía que retomar el tratamiento con insulina. Sor Carmen había oído hablar de la existencia de lo que llamaban, según kretschemer, las psicosis de fachada, concepto desconocido en la psiquiatría clásica de Lyon. Ella pensaba que a menudo los pacientes, frente a la angustia de regresar con sus familiares y a la normalidad social, entraban en manifestaciones muy espectaculares de locura sin que éstas tuvieran ya una atadura biológica. La enfermera, Sor Carmen, exigía la autorización para continuar en el lugar, el curso aleatorio de una larga presencia psicoterapéutica, provocando dibujos de la paciente con ella. Tuve que mediar de manera urgente en este conflicto entre el saber de Fanon y el saber de la enfermera. Di a esta enfermera algo de confianza. Yo pensaba que ella podía intentar desmontar las causas de esta recaída.
En efecto, siguieron cuarenta y ocho horas de esfuerzo entre la paciente y la enfermera, sin interrupción, de día y de noche. A partir de la práctica de los dibujos y de los comentarios que tenían siempre una clara connotación sexual –particularmente con el autoerotismo– la paciente recuperó un punto de apoyo en la vida social más correcta. Después de un mes salió y, como es apropiado informar, nuestra heroína se casó normalmente y tuvo dos hijos sin ninguna recaída en su ruidosa esquizofrenia paranoide.
El recuerdo de esta anécdota profesional muy espectacular y dramática viene a mi memoria simplemente para subrayar que, independientemente de las buenas orientaciones hechas por un terapeuta, revestido de su saber, cuando una serie de catástrofes acontecen durante la cura de un psicótico, todos retomamos casi automáticamente nuestras viejas concepciones objetivas sobre las supuestas enfermedades mentales. Podemos decir que todo el mundo es engañado por estas trampas que aparecen en el curso de cualquier psicoterapia más o menos institucionalizada. También los psicoanalistas destacados...
Aún en relación con esta actividad de Fanon en el Club, recuerdo que justo antes de salir a Blida, ocupó la tribuna de la Sociedad de Gente de Letras de Mende, donde dió una conferencia sobre el espacio de las representaciones escénicas de las comedias y tragedias humanas.
Me parece que, sin responder abiertamente a la cuestión abstracta en cuanto a la psicoterapia institucional –y al anclaje en el cual Fanon se situaba en nuestras acciones en el hospital Saint-Alban– el conjunto de recuerdos anecdóticos precisos que acabo de relatar permite hacer una lectura demostrativa de los avatares concretos que hacen los lazos institucionales entre las personas; es así como aparece en los actos, y especialmente en la palabra, la materia impulsada por la psicoterapia institucional.
Hay que subrayar, en primer lugar, el hecho de que cada uno de nosotros se sitúe, se ubique y se desplace en redes humanas, que no se limitan jamás, a pesar de las apariencias, a los acontecimientos que están en juego en los grupos. Cada persona, enferma o sana, trae allí –incluso cuando no ocupe el primer plano de la realidad social humanamente visible– los condensados, más o menos conservados, o estallados, que conciernen, en primer lugar, a su familia de origen y a sus proyectos, proyectados, incidentes en los intercambios puestos en escena por ese grupo, donde cada uno deviene por su cuenta el autor, el director y el actor que interpreta su papel con otros autores-actores.
Redes o nudos de relaciones tejidas entre sí involucran a unos y a otros por sentimientos de simpatía, por afinidades electivas y por rechazos más o menos violentos. Se cortan rebanadas. Se hacen elecciones diversas que toman forma, separadas de un fondo más o menos continuo que pasa en segundo plano.
Podemos decir que cada uno toma posición en el grupo, tanteando la reacción del otro, a menudo a partir de las sensaciones vagas que uno traduce por expresiones banales: “Tener intuición”, “no soportar al otro”, “estar al corriente”, “actuar a ojímetro”; y, llegado el caso, uno se aleja de los otros divididos o aislados del conjunto: el “ojímetro” y los “esquizómetros” se ponen a trabajar al mismo tiempo.
De esta forma, uno puede quedarse absorto ante el olor de los jardines que reúnen flores, verdaderos órganos genitales heteróclitos, listos para la fecundación.
El curso de toda psicoterapia se juega por evocaciones, directas o indirectas, de recuerdos re-actualizados.
Lo que mi texto recoge sobre Fanon constituye en realidad las “partes”, muy análogas a lo que se evoca durante toda psicoterapia concreta, cuando esta se lleva a término de manera discontinua, pero crocheteada con arte.
Por desgracia, la psicoterapia institucional ha sido entendida únicamente reducida al intramuros de los hospitales psiquiátricos clásicos.
Al contrario, la exposición que acabo de hacer, respecto a la acogida y algunos encuentros que Fanon recibió y realizó en Saint-Alban, da testimonio de este alcance que va siempre más allá de las murallas del hospital.
La conferencia de Fanon en Mende, capital del departamento de Lozère, en la cual resumió la elaboración teórica de su práctica en SaintAlban, ya refleja el eco de sus trabajos sociales dirigidos a despertar y centrar el interés de algunos eruditos arraigados en el campesinado regional. La forma del discurso que presentó en Mende correspondía en un cierto nivel a expectativas culturales del grupo concreto al cual se dirigía en aquel momento. En efecto, los desarrollos de redes humanas, que aparecen en las ciudades dedicadas a trabajos de la industria, toman sus fuentes y recursos en la vida de campo, ya abandonada. Lo menos que podemos decir, sin ningún tipo de nostalgia de la Naturaleza, es que el resorte de los colectivos campesinos es más fácilmente detectable que lo que se teje en las ciudades gigantes que destruyen a los hombres.
El acento que Fanon puso a posteriori, durante su estancia en el norte de Argelia y su participación en el FLN, del motor campesino en el cambio político, era también un eco de su experiencia vivida a la vez en Martinica y alrededor del hospital de Saint-Alban.
1 Este texto fue escrito a pedido del Instituto Nacional de Salud Pública de Argel que quería organizar, el 4 y 5 de diciembre de 1991, un encuentro de psiquiatría con motivo del trigésimo aniversario de la muerte de Frantz Fanon. Esta reunión no tuvo lugar debido al contexto político local y a la falta de participación de los psiquiatras de Argelia.
2 En el original dice: Porteurs des valises. Gente que llevaba dinero y colectas desde Francia hacia Argelia. Puede leerse una nota aquí: t.ly/wBsv
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