Janmari,Yves, las “semillas de crápula”, los “Vagabundos eficaces”. Los niñxs “difíciles” con los que vivía Fernand Deligny fueron señales para él de la extensión del problema de lo común. Fabricar lo común no es un problema soluble en el lenguaje, en la obediencia a las consignas, en la imitación de los jefes. Hay niñxs y adultos que no dicen que no, que hacen las cosas de manera diferente, dan un giro, leen la ley al revés o caminan por el terreno por sus propios caminos. Por lo general, son atrapados, antes y ahora encerrados. Lo social se hace en la economía, en la norma, no tiene nada en común con lo común, con la acogida de cada quien. Lo social separa el buen grano de la paja, lo social clasifica, se merece. Y produce restos, “la racaille” (chusma, escoria) en el sentido etimológico de la palabra. Para Deligny estos restos son descubrimientos, la aparición del otro, de lo que importa en una vida.
Janmari no rehuye lavar los platos. Él friega una sartén, quiere eliminar el mínimo resto. Frota, frota, frota con una cuchara, como el escultor que trabaja su piedra, y pasa a través. El educador dirá: “definitivamente no podemos confiarle nada para hacer, lo retiraremos de los platos”; y olvidando que lo ha quitado de ahí, dirá algún tiempo después: “definitivamente, Janmari no quiere ayudar, es insoportable”. Un niñx que pincha las sartenes al fregarlas también es insoportable. ¿Qué es un niñx, o un adulto, que no coloca los límites en los mismos lugares que los demás?
Janmari es un zahorí, siente que el agua fluye, invisible, debajo de la superficie de las cosas. Está en relación con esa agua y la descubre cuando casi aflora. Es un zahorí. No puede decir cómo lo hace, y de todos modos la investigación metódica y científica de los recursos hídricos ya no necesita personas como él. Él no sabe y no dice, siente y hace. El agua corre visible común para todxs. Una pequeña fuente sin gran futuro y sin ninguna posibilidad de explotación comercial, una fuente en la que hoy podemos refrescarnos juntxs.
¿Cómo construir un común cuando no se puede hablar, cuando no se puede proyectarlo, cuando el otro no está disponible para realizarlo, sino sólo cercano, atento? Sin lenguaje no hay esclavitud ni domesticación posible. Sin orden posible, ¿no hay cooperación posible? Y, sin embargo, esta cooperación se organiza. Las personas que están allí con Deligny están comprometidas a vivir en la presencia cercana de Janmari y otros niñxs enviados a la red. Sus movimientos en el tiempo y en el espacio a menudo incomodan, pero no se les prohibirá que los hagan. Se los va a cartografiar, y se comparará sus imágenes con las de los caminos seguidos por los adultos. Se las observará y analizará después. El espacio de los mapas sobre los que se inscriben los recorridos de la vida cotidiana configura un espacio común, donde los trayectos no son indiferentes a la presencia de otros, donde aparece un límite a las idas y venidas de niñxs que hasta entonces los adultos no seguían, un límite centrado en el espacio de vida común.
En la red, Janmari no está de más como en el hospital al que estaba conectado antes de que su madre lo confiara a Deligny. Ahí tampoco estaba de más, ya que contribuía a crear empleos para el personal del hospital y la economía de servicio, pero estaba reducido a la inmovilidad, deshumanizado. En Cévennes traza, participa en un mundo abierto donde lo que es molesto no está para ser reducido, absorbido, sino para ser seguido, como todo lo que sucede y puede inducir otras significaciones. Janmari participa en un lugar de vida en búsqueda de qué es vivir en común, cuando unos y otros no se soportan. Hoy agregaríamos: porque no todos somos iguales, porque la demanda de similitud, de homogeneidad, ha dado un gran salto adelante. Pero en el momento en que conocí a Deligny, a principios de la década de 1970, lo más problemático era la falta de lenguaje para resolver problemas, resolver conflictos, crear consenso a pesar de las diferencias. Problemas planteados a otros miembros de la red por los gestos de Janmari, el hecho de que él gira sobre sí ladrando sin que nadie sepa por qué, no se puede hablar con él, no se puede preguntarle nada, no entiende, él continúa, eso no se comunica. Es una pérdida de tiempo querer cambiar las cosas trayendo al otro a nuestra imagen. Lo que importa es que de manera continua nos demos los medios para poder continuar con él. Él es el poste indicador del espacio común.
Los mapas, como las imágenes cinematográficas de las pocas películas filmadas por o con Deligny, no son representaciones sino artilugios motores, máquinas para dar a pensar al grupo que vive en presencia cercana, tanto como a todos los grupos que enfrentan experiencias de creación continua de una vida en común. Deligny se presta a condiciones extremas para pensar el estar-juntos pero, al hacerlo, afirma que este estar-juntos no puede construirse y reproducirse en lo cotidiano más que dándose a sí mismo instrumentos de evaluación día a día, e hipótesis de montaje. La jerarquía, el ordenamiento de todos según edad, dinero o mérito, son dispositivos motores potentes, todos tienen movilidad lineal, el ascenso por competencia. No dejan espacio para el enfoque sensoriomotor del mundo, a las movilidades circulares y arremolinantes, más que sujetas a su esfuerzo de canalización. Pero, incluso si es muy eficaz, los vagabundos, los nómadas, mantienen un cierto poder de molestia. Es posible que la zona de pertinencia de esta movilidad lineal ascendente se agote, que la base social de su relevancia se reduzca y que, al absorber nuevos grupos de población, el movimiento ascendente deje restos más significativos.
Las tentativas de Deligny, la de Cévennes después de las de la Grande Cordée, Armentières, La Borde; demuestran que el estar-juntos no es el resultado de una negociación, un objetivo a perseguir en relación con el cual siempre encontraremos al otro en falta, y en las últimas elecciones de Deligny en un defecto radical; sino un estar-ahí que organizamos, que constituimos como hipótesis de todas las pequeñas herramientas que nos damos para implementarlo. En este estar-ahí, estarjuntos, no hay reciprocidad a priori exigible al otro solamente, no hay ninguna condición. El estar ahí humano es una incondicionalidad, sin pertenencia, pero capaz de alianza en el seno de la red. El espacio está hecho de remolinos para uno y de tecnologías de visión para el otro, y el espacio común es el trazo de uno en el otro, la condición de acogida de uno por el otro, de la vida en común, de la constitución de la red. Su sociedad no es transparente, ni para unos ni para otros; las visiones, las prácticas comunes son parciales, dentro del nosotros en el que evoluciona la red.
Como señala Émile Copfermann en el prefacio de Los Vagabundos Eficaces, se trata de crear “un entorno cuya posición pueda desempeñar un papel útil en toda la historia trazada de los niñxs”. En este entorno, la presencia de los niñxs, sus singularidades, es tan constitutiva como la de los educadores; la organización de los lugares, su posición geográfica, las relaciones con el afuera, lo inmutable, los educadores. Es la vida de los niñxs la que le traerá al educador los problemas para animar la suya, para cruzar sus propias preguntas. Ya sea que los niñxs sean delincuentes, temperamentales o estúpidos, a Deligny no le importa, él se ofrece para hacerles hacer un alto en el recorrido de sus vidas, aprovechar una parada, sin dudas obligada, para ganar fuerza. La red de Deligny está inspirada en los albergues juveniles que él ha conocido como monitor: es una red de asistencia en el camino de cada uno.
“¿Qué es esta manía de tener siempre un grupo al alcance de la mano, como otros un breviario o un transistor?” Le pregunté a Deligny sobre su propensión a siempre reconstituir balsas. Es necesario multiplicar las posibilidades de escapar, encontrar líneas de errar, circular a lo largo de las líneas que unen los puntos de anclaje del grupo. Los niñxs o lxs adultos necesitan una comunidad, o más bien un medio de apoyo que los informe, los inspire de manera coherente y sostenida. Necesitan como todos los demás de otros. La familia o la empresa les proporcionan fragmentos. Pero estos fragmentos están dispuestos en un arsenal fortificado, en lo instituido, un instituido que para ellos aún no se ha construido, con tres veces nada. Para ellos lo instituido no es solemne, está caído; castigarles en su nombre no hace nada. No puede haber una llamada al orden que les ha faltado; se les debe permitir pasar a un orden vivible, común.
No hay que intentar hacerles recordar, reproducir mentalmente el pasado, no tienen los medios, tienen un agujero allí, la causa de su singularidad. Atarlos a eso no permitirá nada. Debemos hacer que se imaginen a sí mismos en el presente y en el futuro, bascular hacia la construcción del espacio donde son recibidos, donde su partición aún no ha sido rechazada porque aún queda por componer. Cada niñx a su manera, cada adulto, tiene esta postura para conquistar en la balsa, de acuerdo a los elementos dimensionales que balizan la tentativa, según el término que afecciona Deligny para hablar sobre su experiencia en curso.
Esta tentativa se juega en una imagen local, una escenografía original de lo habitual. Mientras al signo le atañe la intención y el acontecimiento, las referencia materiales o gestuales habituales, las rutinas, enmarcan al humano común, dándole una imagen local. Las palabras que intercambiamos en una conversación tienen un valor ambiguo: significan al mismo tiempo un acuerdo, una similitud y una diferencia que funda el nacimiento de la necesidad de intercambiar para llegar a un acuerdo. El lenguaje introduce entre los seres una distancia irreparable para algunos, y cuya abolición para otros es solo una ilusión. Los gestos habituales ofrecen, establecen la identidad del lugar, trazan el escenario en el que la acción se hace posible para aquellos que se creían excluidos de cualquier acción normal. Al respetar lo habitual, al actuar sobre él, el hombre puede ser a la vez hombre, el hombre de todos los días, y humano, abierto a todas las figuras posibles de lo humano. Lo habitual está hecho de algunas cosas y gestos en los que se reconoce al humano. L’hs, el hombre que somos, como lo llama Deligny, es inhumano, rechaza al otro humano que se le presenta, no está abierto a la totalidad de lo humano; está agotado. L’hs erradica lo habitual, acondiciona el terreno, construye un espacio sobre el suelo, modificado genéticamente, con performances predecibles y limitadas. Pero el ser humano lo desborda por todos lados.
El ser humano aparece fuera del lenguaje, en lo habitual, en las costumbres, en las acciones, en lo virtualmente común reportado por la observación. Silenciar como Janmari no es callarse, no es una reacción; es una postura, una actitud, un estilo de vida, un conjunto de gestos que mantienen la palabra forcluida. Janmari se mantiene alerta, al borde de un acontecimiento, está atento, pero no se involucra, desaparece provisoriamente y regresa incansablemente a lo habitual. Para Janmari, el lugar de las cosas es muy importante, más que las cosas mismas. Se interesa por pocas de ellas, y el lugar de vida que comparte con Deligny es muy austero. Sigue la circulación de estas cosas, se inquieta por esos movimientos, por sus desplazamientos, sin embargo, sin apropiarse de ellas. Las cosas no son suyas, circulan en el grupo, y el sigue esta circulación con su cuerpo. Janmari es un ser humano sin propiedad, comenzando por la del sí-mismo. Es circulación, movimiento, sensación.
Mientras Janmari experimenta el mundo en los bordes, descentrado en una balsa-común para todo un grupo, El hombre que nosotros somos se refleja en el centro de lo real. Prefiere el símbolo que unifica excluyendo, que centra el mundo frente a sí mismo, a la imagen que divide agrupando, a riesgo de dispersar el mundo y descentrarlo. El hombre que nosotros somos se aleja del ser humano, del común de la especie que confunde con la única figura que conoce, que repite, que impone. Abandona la exploración y condena a las otras figuras del ser humano a la desaparición. Lo común de la especie no está objetivado, es el exterior, lo extraño; los trayectos de exploración son en extensión, ilimitados. Por el contrario, el territorio común está circunscrito, defendido, sujeto al símbolo que lo define, que designa a los que le pertenecen, a la casta que se reconoce en él. La casta es otra forma de decir “sí”, sí mismo, el hombre en ruptura con el ser humano, fuera de lo común.
El azar no tiene lenguaje. Llega un acontecimiento, otro. No lo señala, no lo advierte. Los hombres interpretan, comentan con una herramienta muy imperfecta. ¿Qué es el tiempo? ¿El tiempo que hace o el tiempo que pasa? Cuántas palabras tienen al menos dos significados comunes, que hacen huecos en el sentido en el cual se precipitan los vagabundos, los payasos. El lenguaje es ambiguo. Que una autoridad pase por ahí e imponga un único sentido es deriva, impertinencia, quizás violencia. Lo habitual, los rituales, los hábitos, están “pavimentados con rigores incomprensibles”; debe hacerse porque se hace así, sin interpretación, al ras del hacer y no del decir, o si se trata de decir, el sentido de las palabras no importa, solo importa la repetición de sonidos. Lo habitual es compartido, común, fuera del lenguaje. Gestos que mantienen el mismo sentido, ya sea que los hagamos o no, cualquiera sea el lugar que ocupemos en las relaciones sociales. El hombre que nosotros somos está tratando de tapar los agujeros en el sentido de las palabras con todo lo que está a su alcance. Las configuraciones barrocas a las que conduce podrían tener el valor de creación, de derivas, si no se afirmaran como únicas, objetos de identidad y factores de exclusión. El hombre que nosotros somos quiere tranquilizarse a costa de una brecha creciente en el ser humano, de una creciente producción de locura, pobreza, delincuencia. Cualesquiera que sean los métodos, cada uno más científico que el otro, con los que el hombre que nosotros somos trata sus restos, su limpieza los reproduce.
Lo humano siempre ha sido domesticado por el hombre que nosotros somos, que constantemente ha organizado su diferencia en relación al animal con el que se sentía semejante. Lo humano de ser, el ser humano como especie animal, como potencia de vida, sin embargo,ntativas de unificación, los cortes que introdujo. Y este humano, esta potencia de vida, es irreductible al esfuerzo pedagógico, a su canalización en formas contenidas; siempre lo excede, de una manera más o menos directa, de una manera más o menos reprehensible. El resto que producen las operaciones simbólicas del hombre pertenecen a este sustrato común sobre el que ellas se producen; les es inherente. Les es indispensable, una condición para mantener la diferencia entre lo humano y lo maquínico, una condición de la potencia de lo humano.
Una obra que traza esta diferencia, que imagina lo común, es rara. El educador piensa su mediación como un retorno al orden en el trabajo de canalización de las pulsiones hacia lo socialmente correcto, mientras confronta cada día su desbordamiento, siendo tal vez atraído por este desorden. Pero el educador, del que Deligny pinta un retrato, ofrece a los jóvenes lo inmutable que necesitan para volver a tejer su singularidad. La balsa proporciona a los jóvenes en errancia o en dificultades los fundamentos de la vida cotidiana. Participan personas que han decidido vivir en la “presencia cercana” de estos jóvenes. La inmutabilidad del lugar, de la red, las marcas del tiempo, las prácticas, sostienen la capacidad de acoger a las personas que pasan, para sostener las libertades que se buscan.
Deligny es una práctica continua de escritura, de película, de proyecto en el sentido de problema: lanzar de antemano las coordenadas de lo que hacemos para desplegar el sentido, los sentidos, la diversidad de niñxs. Nadie es igual, todos deben encontrar su camino en lo que les es ofrecido y que variará con la llegada de amigos a la balsa. La tentantiva de Deligny no es una institución conforme a un modelo. Es el agrupamiento de personas en busca de un proyecto, fundado en un rechazo común a las instituciones de confinamiento e instituciones jerárquicas; pero también a los tratamientos medicamentosos y todas las medidas que consisten en hacer del síntoma vital de los niñxs un error temporal que se puede eliminar rápidamente. Para estos desertores de la normalidad la actitud pedagógica redobla la violencia inicial que reproduce la violencia del niñx, o su extrañeza. Su compromiso es total para participar, junto a Deligny, en su búsqueda de los medios para vivir en estrecha presencia con los niñxs. La red inventa lo cotidiano, y Deligny habla, da sentido, fabrica las palabras que van a convertirse en las herramientas de otros. Con Deligny muerto, la red ya no tiene un altavoz. ¿Cómo hacer?
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